miércoles, 1 de julio de 2020

Sismo


El viento que movía una pequeña planta al lado de nosotros era lo único que amenizaba el ambiente. Aquella noche fría, aquel balcón húmedo, aquellas miradas que desprendían fuego y se acaban casi al instante. Separados solo por el pequeño espacio para el cenicero, nuestras manos se separaban ya lentamente de su unión inicial. Intenté mirarla de nuevo, pero no lo logré. No podía mover la cabeza del paisaje. No podía resistir el verla de nuevo llorando. No podía hacerle eso a mí ser. No podía obligarme a sentir su dolor como el mío. Solo escuché y sentí, desde alguna parte muy interna de mi ser, aquel estruendo inaudible que hace un alma al romperse, un corazón al desmoronarse.
 Escuché como balbuceaba algo. Le escuché pedir perdón a la vida. Le escuché echar pestes al pasado y todos los errores ocurridos y aun así no logré verla a los ojos. Se ha acabado, pensé para mis adentros, de verdad ha ocurrido. Aspiré una bocanada, dos, tres. Lentamente las luces de la ciudad no me parecían tan iluminadas, aquella canción en mi mente bajaba su volumen y todo entraba en la oscuridad, en un profundo desapego, en un no sentir cínico y protector. Me levanté de la silla y la escuché llorar más duro, mientras ella acercaba sus piernas a su pecho en posición fetal, como intentando pegarse de nuevo sus pedazos rotos. Su cigarrillo cayó al suelo y se apagó en un pequeño charco que la lluvia había provocado. En aquel momento pensé que me agarraría del brazo, que me pediría que me quedará y otra vez yo estaría a sus pies, reponiéndola y poniéndome, parcheándome superficialmente mientras todo yo seguía esparciéndose de aquí a allá, pero no podría permitirme ello. Solo ella llorando, allí, sentada, donde tantas veces la vi reír, donde tantas veces la miré soñar, donde hicimos el amor varias veces y donde me amó y yo la amé. Todo aquello regado como las gotas de la lluvia que iba amenizando. Despidiéndome en silencio, pidiendo perdón para mis adentros y soltando la última lágrima que botaría por ella, abrí la puerta y me fui sin mirar atrás.

Las cosas no siempre fueron malas. Recuerdo cuando la vi por primera vez. Tan bella e inalcanzable. Yo siendo aquel chico tímido, aquel falto de agallas para conseguir lo que desea, yo siendo la hiena y ella la leona. La vi al otro lado de la sala, hablando con sus amigos, pensando que ella era hermosa, que ojalá algún día pudiera encontrar alguna chica que fuera así, que ojalá fuera el tipo que pudiera lograr llenarla y atraerla. Aquella noche, mientras todos bailaban y reían, yo fumaba y me embriagaba en una esquina. Llegó ella a pedirme fuego. Se presentó, confiada, con potestad. Ella sabía que era linda, ella sabía que no pasaría sin hacerse notar y yo caí en ella profundo. Intercambiamos palabras, bromas, humos, anécdotas, ella me vio como nadie lo había hecho y yo la vi como ella no se había mostrado jamás. Aquella mortal en el cuerpo de una diosa. Aquella flor en el pantano. Intercambiamos números y una promesa de volvernos a ver. Me despidió con una sonrisa y me perdí en ella.
 Nuestra primera pelea fue la más fuerte. Fue la primera vez me di cuenta de que esto no iba a ser algo diferente en cuanto a los roces de las personalidades, en la batalla de los egos, en los celos y la desconfianza, en cuanto al perdón de los errores, a cuanto lo que queríamos podía ir en contracorriente de lo que el otro deseaba. La vi llorar por primera vez a causa mía. La vi infeliz, sin su risa común, sin sus miradas coquetas, vi sus ojos apagados, vi dentro de ella y algo se apagó momentáneamente. Intenté recomponerla, intenté arreglar mi error, pero el daño estaba hecho, tanto para ella como para mí. La vi caer del pedestal y no pude hacer nada para salvarla. Solos, allí en su habitación, caímos por primera vez.

 Y allí estaba, saliendo de su torre de apartamentos, después de que todo se había acabado, de que había tomado la decisión de dejarla ir, de que había roto aquel lazo que de un tiempo para acá se había corroído a velocidad alarmante. Me arreglé mi chaqueta y empecé a caminar sin rumbo. No quería llegar a casa, no quería enfrentar la realidad que ella no estaría y que aquel fantasma de la memoria rondaría allí, que aquel vacío iba a ser. Simplemente estaba anestesiado. No sentía dolor. No sentía angustia, simplemente me alejé, perdido entre los faroles de los autos. Llegó un momento en que el peso de la vida no me dio para un paso más y, tumbado en el pasto de algún parque, cerré los ojos y suspiré y dejé que el viento me llevará a otro pensamiento.


El color amarillo es lo que más recuerdo de esa escena: el momento más feliz que tuve. Ella, acostada boca arriba con cara al sol, iluminaba más que el astro padre y mis ojos seguían su órbita sin poder alejarse de ella. El pasto amarillento del verano, el viento abrazador y las familias que compartían eran solo el lienzo donde ella se pintaba, me pintaba, me encantaba. Susurraba aquella canción que sonaba en nuestros audífonos mientras jugueteaba con mi cabello, haciendo pequeños remolinos en los que los marineros de mi mente encontraban su final.
 No podía dejar de ver a esa sirena. Contaba los lunares de su cuello y formaba constelaciones imposibles, mientras ella se dejaba llevar por la emoción de las notas musicales. En aquel momento sentí una paz que nunca me había dejado experimentar. Sentí que todo se alineaba y, siguiendo el cliché, se paraba el tiempo para que yo pudiera aprenderme cada silueta, cada sombra de su perfil y jamás olvidarlo. Comencé a llorar por debajo de cuerda, pero esta vez de felicidad, euforia, tranquilidad absoluta. Le entregué, sin que ella supiera, mi amor y corazón tan fuerte que casi no lo pude recuperar.

Sin embargo, no todo fue color de rosas y más temprano que tarde tuve que entender que el amor a veces no basta. La vi perderse en una telaraña de inseguridades, la vi hundiéndose en el mar negro de la enfermedad, sentí como cada pedazo de su cabeza se hacía añicos junto con los platos, los vidrios y las pinturas. No fui una persona estable y tenía altas y bajas, errores innecesarios y manchones en el blanco lienzo. Pasaba noches enteras viéndola en una esquina, sollozando, atemorizada del futuro, atemorizada de quererme tanto que, sin imaginárselo, perdí lo que ella era y se hacía parte de mí. Entrelazados en la oscuridad de la noche, escuchando una tonada azul y opaca, sentía como cada vez aquel hilo rojo, del que se presume une a las personas, se deshilachaba y que el calor se perdía en los témpanos de los que nos aferrábamos. Me teñí de lo que ella destilaba y no pude levantarme del alquitrán. Ella me había llevado a un lugar oscuro y desconocido por mí, y mis pedazos ya no se podían unir. Alguna vez escuche que hay personas que se ahogan y cuando vas a salvarlas solo lograran arrastrarte con ellos. Por ello le solté la mano.

Me levanté del césped y ya había parado de llover. La noche ya había caído y la luna alumbraba el firmamento intensamente. Ya no se encontraba tantas personas por ahí. Escuchaba el leve clamor de la ciudad y la naturaleza ajustándose al rocío. Terminé de darle una última revisada a lo que había sido mi vida juntos hasta ese momento: las veces que reímos, las veces que lloramos, las veces que la sostuve completamente en mis brazos, diminuta, humana, temblando y pidiéndome que no la soltará nunca. Me esforzaba por no hacerlo, pero todo lo que llegaba a mi mente eran esos momentos horribles, aquellos momentos de rabia, ira y tristeza. No podía sacarme de la mente lo infeliz que me sentía a veces y que todas esas cosas lindas quedaban opacadas por un pensamiento aún peor.
Una sirena de ambulancia me hizo levantar la cabeza. No tenía idea de donde me encontraba. Ya no estaba cerca de la casa de ella, de eso estaba seguro. Un sonido atrajo mi mirada. Aquel ritmo de una canción conocida. Un bar y un par de amigos que salían de él, riendo. Entré con la cabeza baja. Era un lugar lúgubre con olor a cigarrillo. Una bartender era todo lo que había. Estaba en la barra limpiando unos vasos, con cabello color mar y un lado pelado. Me senté y saludé por cortesía. Pedí un vaso un whisky y empecé a ver los pececillos de hielo danzar.
Pensé que ella seguía llorando, pensé que ella en este momento estaría en su pequeña bola mirando al infinito, todavía haciéndose una pregunta que nunca nadie oirá pero que ella repite una y otra vez para sus adentros. Ella es la luna para mí, pero sé que juntos no somos compatibles. Todo mi ser grita por estar con ella. Todo mi ser quiere sentir su calor de nuevo. La extraño; pero otra vez todos esos momentos desagradables vuelven a mi cabeza. La quiero lejos. Quiero recuperarme. Quiero volver a sonreír. Tengo que aceptar, así sea a la fuerza, que ella y yo no podemos estar juntos y si pudiera dar algo más de lo queda de mi para hacer eso posible, lo haría.
Levanto la cabeza mientras tomo el primer sorbo, el segundo sorbo, el tercer trago, la media botella. La chica color cielo me lleva de su mano, no sé a dónde. Sigo su silueta y sé que me volveré a equivocar. Una y otra vez.

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