El viento que movía una
pequeña planta al lado de nosotros era lo único que amenizaba el ambiente.
Aquella noche fría, aquel balcón húmedo, aquellas miradas que desprendían fuego
y se acaban casi al instante. Separados solo por el pequeño espacio para el
cenicero, nuestras manos se separaban ya lentamente de su unión inicial.
Intenté mirarla de nuevo, pero no lo logré. No podía mover la cabeza del
paisaje. No podía resistir el verla de nuevo llorando. No podía hacerle eso a
mí ser. No podía obligarme a sentir su dolor como el mío. Solo escuché y sentí,
desde alguna parte muy interna de mi ser, aquel estruendo inaudible que hace un
alma al romperse, un corazón al desmoronarse.
Escuché como balbuceaba algo. Le escuché pedir
perdón a la vida. Le escuché echar pestes al pasado y todos los errores
ocurridos y aun así no logré verla a los ojos. Se ha acabado, pensé para mis
adentros, de verdad ha ocurrido. Aspiré una bocanada, dos, tres. Lentamente las
luces de la ciudad no me parecían tan iluminadas, aquella canción en mi mente
bajaba su volumen y todo entraba en la oscuridad, en un profundo desapego, en
un no sentir cínico y protector. Me levanté de la silla y la escuché llorar más
duro, mientras ella acercaba sus piernas a su pecho en posición fetal, como
intentando pegarse de nuevo sus pedazos rotos. Su cigarrillo cayó al suelo y se
apagó en un pequeño charco que la lluvia había provocado. En aquel momento
pensé que me agarraría del brazo, que me pediría que me quedará y otra vez yo
estaría a sus pies, reponiéndola y poniéndome, parcheándome superficialmente
mientras todo yo seguía esparciéndose de aquí a allá, pero no podría permitirme
ello. Solo ella llorando, allí, sentada, donde tantas veces la vi reír, donde
tantas veces la miré soñar, donde hicimos el amor varias veces y donde me amó y
yo la amé. Todo aquello regado como las gotas de la lluvia que iba amenizando.
Despidiéndome en silencio, pidiendo perdón para mis adentros y soltando la
última lágrima que botaría por ella, abrí la puerta y me fui sin mirar atrás.
Las cosas no siempre
fueron malas. Recuerdo cuando la vi por primera vez. Tan bella e inalcanzable.
Yo siendo aquel chico tímido, aquel falto de agallas para conseguir lo que
desea, yo siendo la hiena y ella la leona. La vi al otro lado de la sala,
hablando con sus amigos, pensando que ella era hermosa, que ojalá algún día
pudiera encontrar alguna chica que fuera así, que ojalá fuera el tipo que
pudiera lograr llenarla y atraerla. Aquella noche, mientras todos bailaban y
reían, yo fumaba y me embriagaba en una esquina. Llegó ella a pedirme fuego. Se
presentó, confiada, con potestad. Ella sabía que era linda, ella sabía que no
pasaría sin hacerse notar y yo caí en ella profundo. Intercambiamos palabras,
bromas, humos, anécdotas, ella me vio como nadie lo había hecho y yo la vi como
ella no se había mostrado jamás. Aquella mortal en el cuerpo de una diosa.
Aquella flor en el pantano. Intercambiamos números y una promesa de volvernos a
ver. Me despidió con una sonrisa y me perdí en ella.
Nuestra primera pelea fue la más fuerte. Fue
la primera vez me di cuenta de que esto no iba a ser algo diferente en cuanto a
los roces de las personalidades, en la batalla de los egos, en los celos y la
desconfianza, en cuanto al perdón de los errores, a cuanto lo que queríamos
podía ir en contracorriente de lo que el otro deseaba. La vi llorar por primera
vez a causa mía. La vi infeliz, sin su risa común, sin sus miradas coquetas, vi
sus ojos apagados, vi dentro de ella y algo se apagó momentáneamente. Intenté
recomponerla, intenté arreglar mi error, pero el daño estaba hecho, tanto para
ella como para mí. La vi caer del pedestal y no pude hacer nada para salvarla.
Solos, allí en su habitación, caímos por primera vez.
Y allí estaba, saliendo de su torre de
apartamentos, después de que todo se había acabado, de que había tomado la
decisión de dejarla ir, de que había roto aquel lazo que de un tiempo para acá
se había corroído a velocidad alarmante. Me arreglé mi chaqueta y empecé a
caminar sin rumbo. No quería llegar a casa, no quería enfrentar la realidad que
ella no estaría y que aquel fantasma de la memoria rondaría allí, que aquel
vacío iba a ser. Simplemente estaba anestesiado. No sentía dolor. No sentía
angustia, simplemente me alejé, perdido entre los faroles de los autos. Llegó
un momento en que el peso de la vida no me dio para un paso más y, tumbado en
el pasto de algún parque, cerré los ojos y suspiré y dejé que el viento me llevará
a otro pensamiento.
El color amarillo es lo
que más recuerdo de esa escena: el momento más feliz que tuve. Ella, acostada
boca arriba con cara al sol, iluminaba más que el astro padre y mis ojos seguían
su órbita sin poder alejarse de ella. El pasto amarillento del verano, el
viento abrazador y las familias que compartían eran solo el lienzo donde ella
se pintaba, me pintaba, me encantaba. Susurraba aquella canción que sonaba en
nuestros audífonos mientras jugueteaba con mi cabello, haciendo pequeños remolinos
en los que los marineros de mi mente encontraban su final.
No podía dejar de ver a esa sirena. Contaba
los lunares de su cuello y formaba constelaciones imposibles, mientras ella se
dejaba llevar por la emoción de las notas musicales. En aquel momento sentí una
paz que nunca me había dejado experimentar. Sentí que todo se alineaba y,
siguiendo el cliché, se paraba el tiempo para que yo pudiera aprenderme cada
silueta, cada sombra de su perfil y jamás olvidarlo. Comencé a llorar por
debajo de cuerda, pero esta vez de felicidad, euforia, tranquilidad absoluta.
Le entregué, sin que ella supiera, mi amor y corazón tan fuerte que casi no lo
pude recuperar.
Sin embargo, no todo fue
color de rosas y más temprano que tarde tuve que entender que el amor a veces
no basta. La vi perderse en una telaraña de inseguridades, la vi hundiéndose en
el mar negro de la enfermedad, sentí como cada pedazo de su cabeza se hacía
añicos junto con los platos, los vidrios y las pinturas. No fui una persona
estable y tenía altas y bajas, errores innecesarios y manchones en el blanco
lienzo. Pasaba noches enteras viéndola en una esquina, sollozando, atemorizada
del futuro, atemorizada de quererme tanto que, sin imaginárselo, perdí lo que
ella era y se hacía parte de mí. Entrelazados en la oscuridad de la noche,
escuchando una tonada azul y opaca, sentía como cada vez aquel hilo rojo, del
que se presume une a las personas, se deshilachaba y que el calor se perdía en
los témpanos de los que nos aferrábamos. Me teñí de lo que ella destilaba y no
pude levantarme del alquitrán. Ella me había llevado a un lugar oscuro y
desconocido por mí, y mis pedazos ya no se podían unir. Alguna vez escuche que
hay personas que se ahogan y cuando vas a salvarlas solo lograran arrastrarte
con ellos. Por ello le solté la mano.
Me levanté del césped y
ya había parado de llover. La noche ya había caído y la luna alumbraba el
firmamento intensamente. Ya no se encontraba tantas personas por ahí. Escuchaba
el leve clamor de la ciudad y la naturaleza ajustándose al rocío. Terminé de
darle una última revisada a lo que había sido mi vida juntos hasta ese momento:
las veces que reímos, las veces que lloramos, las veces que la sostuve
completamente en mis brazos, diminuta, humana, temblando y pidiéndome que no la
soltará nunca. Me esforzaba por no hacerlo, pero todo lo que llegaba a mi mente
eran esos momentos horribles, aquellos momentos de rabia, ira y tristeza. No
podía sacarme de la mente lo infeliz que me sentía a veces y que todas esas
cosas lindas quedaban opacadas por un pensamiento aún peor.
Una sirena de ambulancia
me hizo levantar la cabeza. No tenía idea de donde me encontraba. Ya no estaba
cerca de la casa de ella, de eso estaba seguro. Un sonido atrajo mi mirada.
Aquel ritmo de una canción conocida. Un bar y un par de amigos que salían de
él, riendo. Entré con la cabeza baja. Era un lugar lúgubre con olor a
cigarrillo. Una bartender era todo lo que había. Estaba en la barra limpiando
unos vasos, con cabello color mar y un lado pelado. Me senté y saludé por
cortesía. Pedí un vaso un whisky y empecé a ver los pececillos de hielo danzar.
Pensé que ella seguía
llorando, pensé que ella en este momento estaría en su pequeña bola mirando al
infinito, todavía haciéndose una pregunta que nunca nadie oirá pero que ella
repite una y otra vez para sus adentros. Ella es la luna para mí, pero sé que
juntos no somos compatibles. Todo mi ser grita por estar con ella. Todo mi ser
quiere sentir su calor de nuevo. La extraño; pero otra vez todos esos momentos
desagradables vuelven a mi cabeza. La quiero lejos. Quiero recuperarme. Quiero
volver a sonreír. Tengo que aceptar, así sea a la fuerza, que ella y yo no
podemos estar juntos y si pudiera dar algo más de lo queda de mi para hacer eso
posible, lo haría.
Levanto la cabeza
mientras tomo el primer sorbo, el segundo sorbo, el tercer trago, la media
botella. La chica color cielo me lleva de su mano, no sé a dónde. Sigo su
silueta y sé que me volveré a equivocar. Una y otra vez.