Después de despertarse en la silla del balcón, el escritor se prepara un desayuno sencillo: no tiene hambre pero sabe que debe comer para no ser interrumpido en un próximo tiempo. Se sentó en su mesa, junto a una hermosa y grande ventana que se encontraba al oriente del apartamento, con vista a Monserrate. Los cristales reflejaban la luz del sol de la mañana justo en la esquina de la mesa que estaba más cerca de la ventana. Un pequeño papel llamo la atención del joven, ya que la luz daba justo en el lugar donde se encontraba. Lo recogió y lo miro. "Nunca olvides quien eres y de que eres capaz" y el número de Elizabeth. Ya había olvidado el papel hasta este momento. Ni el mismo sabía quien era ni que quería, ¿Cómo otra persona podría hacerlo? ¿O simplemente era un mensaje aleatorio? Todo esto confundía al escritor, pero no quería ponerle atención a nada que lo pusiera a cuestionarse su vida, especialmente en este corto tiempo de paz que sentía. Volvió a ver la hoja, mientras esbozaba un ligera sonrisa, acompañada de su rápido y estridente ritmo cardíaco provocado por la euforia del momento, y su estúpida felicidad momentánea. Miró de reojo el teléfono antes de agarrarlo y marcar el número misterioso. Rió con extrema falta de pena y un poco de ebriedad al escuchar la hermosa voz femenina al otro lado de la linea.
Era un viernes frío, una de las tardes clásicas de la gran capital: una tarde lluviosa. Eran las 6 pm, el atardecer desangraba el cielo mientras le daba paso a la noche. Ya se podía divisar la luna en el cielo, alumbrando la pequeña parte oscura que acompaña al sol en su descenso diario. El escritor se encontraba apoyado en la puerta del café, con un cigarro en la mano y un tinto en la otra, esperando a la chica que ya se estaba demorando para su encuentro. Hubo un momento en el cual el joven pensó que ella no llegaría, dándole un amargo sentimiento y un incomodo dolor en alguna parte de su pecho; pero cualquier duda se desvaneció al verla acercarse en medio de la lluvia, con su nube de pelo café totalmente mojado, agarrada de su cuerpo para mantener el calor corporal que faltaba en el momento tormentoso, acercándose con la hermosa sonrisa que la había caracterizado desde su primer encuentro con el escritor. Él, al verla en ese estado, agarro su chaqueta y salió a su encuentro, arropándola y protegiéndola con ella, llevándola a un lugar seco. Al entrar en el café totalmente mojados, confundidos por la locura y rapidez del momento, con sus corazones bombeando sangre velozmente, con la soledad a su alrededor y una sonrisa totalmente encantadora, con recuerdos dolorosos y un futuro incierto, los dos jóvenes se miraron a los ojos, como sí se conocieran desde hace mucho tiempo, como si todos sus silencios se reflejaran en la clara de sus ojos, como sí el alma de ellos estuviera completamente desnuda pero solo para el otro, entonces sonrieron mutuamente por lapsos de segundos, pensando que decir. El escritor, después de un tiempo en aquella extraña y encantadora situación, logró pronunciar las palabras que le abrirían las puertas a una nueva persona: ¿Puedo invitarte a un café?
Era un viernes frío, una de las tardes clásicas de la gran capital: una tarde lluviosa. Eran las 6 pm, el atardecer desangraba el cielo mientras le daba paso a la noche. Ya se podía divisar la luna en el cielo, alumbrando la pequeña parte oscura que acompaña al sol en su descenso diario. El escritor se encontraba apoyado en la puerta del café, con un cigarro en la mano y un tinto en la otra, esperando a la chica que ya se estaba demorando para su encuentro. Hubo un momento en el cual el joven pensó que ella no llegaría, dándole un amargo sentimiento y un incomodo dolor en alguna parte de su pecho; pero cualquier duda se desvaneció al verla acercarse en medio de la lluvia, con su nube de pelo café totalmente mojado, agarrada de su cuerpo para mantener el calor corporal que faltaba en el momento tormentoso, acercándose con la hermosa sonrisa que la había caracterizado desde su primer encuentro con el escritor. Él, al verla en ese estado, agarro su chaqueta y salió a su encuentro, arropándola y protegiéndola con ella, llevándola a un lugar seco. Al entrar en el café totalmente mojados, confundidos por la locura y rapidez del momento, con sus corazones bombeando sangre velozmente, con la soledad a su alrededor y una sonrisa totalmente encantadora, con recuerdos dolorosos y un futuro incierto, los dos jóvenes se miraron a los ojos, como sí se conocieran desde hace mucho tiempo, como si todos sus silencios se reflejaran en la clara de sus ojos, como sí el alma de ellos estuviera completamente desnuda pero solo para el otro, entonces sonrieron mutuamente por lapsos de segundos, pensando que decir. El escritor, después de un tiempo en aquella extraña y encantadora situación, logró pronunciar las palabras que le abrirían las puertas a una nueva persona: ¿Puedo invitarte a un café?